Tengo una frase de cabecera, casi un mantra. No es algo que tenga logrado, es algo así como un recordatorio. Es sencilla, pero me alinea hacia donde quiero ir: “jugar siempre en el equipo de mi hija”.
En mis vivencias de niña, el respeto era algo asimétrico, algo que demandaban los adultos sobre la niñez. Nunca me cuestioné en mi infancia el sentido de reciprocidad que tenía el concepto. No era algo que se construía ni que circulaba hacia ambos lados. Era parte del poder que los adultos ejercían sobre los niños.
Cursé toda la carrera de docente, trabajé mas de 10 años en primera infancia y educación común y pocas veces me crucé con otra visión, más allá del discurso. También impuse la autoridad como me enseñaron y me lo cuestioné.
Cuando nació mi peque, todo empezó a cobrar otro sentido. Criada en la necesidad de conformar a los demás, en ocasiones, terminaba justificando acciones como si mi hija no quería saludar o no le contestaba a un desconocido en la calle. “Está cansada” o “tiene sueño”, era lo primero que me salía decir. En algún momento, mi actitud comenzó a molestarme… porque después de todo, su reacción, era absolutamente esperable para mí.
Hablamos de respeto y seguimos pensando en el que los niños le “deben” a los adultos, pero no consideramos que sea una falta de respeto hacia ellos que alguien los toque sin consentimiento (el pelo, los pies, las manos), los chantajee “si no me das un beso no te doy tu regalo” o los amenace “si no saludás, nadie te va a querer”. Seguro en este momento algunos de ustedes creen que exagero… pero qué pasa cuando estas mismas actitudes se realizan hacia un adulto… ¿las admitimos?
Si voy por la calle y un desconocido me toca, si alguien de mi entorno me chantajea o amenaza, ¿lo acepto? La respuesta es obvia… es que entre adultos, sí funciona (o debería) esto de “respetar al otro”.
Siempre que sale este tema de conversación alguien me salta al cuello diciendo que así “estamos como estamos” o que los niños serán unos maleducados a causa de tanto respeto por lo que ellos quieren… yo creo que todo lo contrario. Que estamos como estamos porque nadie nos enseñó a poner ese límite, porque seguimos criando niños en base a amenazas y castigos, que luego se vuelven adolescentes ingobernables” que no sabemos de dónde salieron.
Por eso digo que juego en el equipo de mi hija. No porque todo valga, ni porque todo esté bien. Sino porque en nuestro equipo las reglas están claras y los limites también. No hay amenazas, castigos ni chantajes. Hay un límite que sirve de borde, hay ejemplo, hay amor incondicional, porque así debe ser el amor de padres a hijos. Un niño no puede crecer pensando que debe ganarse el amor de sus padres, sino todo lo contrario. Tiene que constatar que a pesar de no cumplir con nuestras expectativas, nuestro amor está ahí, intacto.
Juego siempre en el equipo de mi hija, porque es a ella a quien le voy a “rendir cuentas” el día de mañana. No a lo que los demás esperan de ella y de mi.
Ojalá siempre lo tuviese tan claro, pero soy humana, y también hay veces en que la vida me sobrepasa y me equivoco. Y entonces pido perdón, porque eso no me hace menos figura de respeto, creo que todo lo contrario.
Si buscamos la construcción de un vínculo sano, con una mirada hacia el niño como un ser completo al que simplemente le servimos de guía, estaremos generando una base sólida para el futuro. Si nos manejamos a través del miedo o del chantaje, ¿qué creen que pasará cuando ya no lo sientan?
“Jugar siempre en el equipo de mi hija” es mi mantra, mi línea. Cuando me desvío, ella me vuelve al cauce.
Escrito por: Daniela Gallegos de Anidando en Tribu
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